En España, demasiados incendios forestales siguen el mismo guión. Primero arde el monte, luego llega el silencio, después aparece el negocio. No es una teoría conspirativa, es un patrón respaldado por décadas de coincidencias casuales entre fuego y urbanización.

El bosque no solo desaparece, se convierte en un lienzo en blanco para la especulación. Y en ese ciclo, la Ley de Montes, modificada en 2015 por el Gobierno de Rajoy, actúa más como herramienta de gestión del saqueo que como freno. La norma prohíbe urbanizar durante 30 años, pero abre una puerta amplia llamada razones de interés general, por la que se cuelan complejos turísticos, carreteras y urbanizaciones de lujo.
El fuego, en manos de ciertos intereses, es un arma de reconfiguración territorial. No se trata únicamente de eliminar árboles, sino de borrar usos comunitarios, devaluar el suelo y sustituirlo por proyectos que antes no pasarían un filtro social. La ceniza funciona como borrador y la memoria pública es su aliada.

Tres veranos después, el humo se olvida y el mapa cambia. El verdadero crimen no es solo prender la mecha, sino que el marco legal y político permita transformar la destrucción en oportunidad de negocio. Porque sin esa complicidad institucional, el incendio quedaría en tragedia ecológica, no en estrategia de inversión.
Lo que arde no es solo el monte, arde el pacto social que debería proteger lo común frente a la rapiña. Y mientras la ley siga formulada como un manual de excepciones, cada hectárea quemada será una promesa para el ladrillo. En un país que pierde suelo fértil a un ritmo de 1.500 hectáreas al año y que ve cómo el 75% de su territorio se seca, quemar bosques para recalificar no es un delito cualquiera, es sabotaje ecológico y social.
Y si no se actúa con cárcel, inhabilitación y expropiación, lo que hoy es pino y encina será en una generación polvo y asfalto.
Tomado de la red.
Julia Cortés Palma.